viernes, 2 de noviembre de 2012

Una cicatriz


Eran las siete de la mañana del viernes 11 de mayo. No quería ir a trabajar, ella despertaba a mi lado corriendo para ir a clase de 7.  Yo no la quería dejar ir.  Recuerdo todo. Salió de la ducha, no se bañó el pelo, y desnuda fue hasta la cama. Yo la miraba con los ojos entrecerrados, la abracé, y la devolví a la cama. Fue ahí cuando sentí un pequeño dolor bajo.  Le dije que me dolía, que no se fuera –aunque era solo un pretexto para que no se fuera-, pero tenía clase.  Se vistió rápido, ya en la cama habíamos molestado por más de 15 minutos.  Me dijo que la llamara, que le contara cómo seguía el dolor. Salió del apartamento, y se me doblaba el corazón.

No me gusta el humor escatológico, pero ese día tenía cólico y todo parecía indicar que llegaría.  Me fui a bañar, pensándola, sabiéndola en clase, me reconocía en el baño gracias a ella, sus manos en mi piel.  Salí del baño y me tomé un ibuprofeno 800mg, pensaba que al final de todo era el cólico. Fui a trabajar.

Pasaba el día en el trabajo, a las 10 ya me había tomado otro ibuprofeno y una buscapina compuesta.  La mantenía en contacto sobre mi dolor, y ella seguía en clase.  Decidí ir al médico, el dolor me ganaba y me doblaba. Me llamó apenas salió de la clase y quedamos de vernos en su casa, ella me llevaría a urgencias.

Por varios minutos hablamos sobre a qué clínica debía ir, mi mamá insistía en la Clínica Santa Fé, ella insistía en la Marly. El dolor y el amor ganaron y nos fuimos a la Marly. Ella conducía con velocidad pero con calma, cada hueco por el que pasábamos era un martirio para mi.  Para acortar camino tomó, sin acordarse, por el camino más lleno de huecos, yo me quejaba, ella se disculpaba, yo me reia.

Llegamos finalmente, estuvo conmigo ahí.  Llegó mi mamá, y las dos me acompañaban, una a cada lado. Ahora que recuerdo esa escena, sonrío, las mujeres de mi vida estaban conmigo incondicionalmente, pero lo mejor era que se querían entre ellas y se apoyaban.  Después de más de una hora de espera el dolor era casi insoportable, lloré un ratito, y mi mamá fue a presionar el tema.  Por fin entré, y apenas el médico palpó mi abdomen y me hizo no se qué tipo de presión, lloré.  Ha sido el dolor más grande que he sentido.

Me llevaron a una camilla de urgencias, el doctor llamó a una doctora más experimentada que me dio un diagnóstico preliminar: apendicitis. ¡Apendicitis! Nunca pensé que me daría, siempre me imaginé cómo sería el dolor.

Estaba en esa camilla horrible y me preguntaba si la dejarían entrar.  Entró mi mamá, le dije que quería verla, que le dijera que entrara.  Qué raro que se siente uno en un sitio tan heterosexual como una clínica, diciéndole a la mamá que por favor le diga a la novia que entre. Y ella entró. Y yo me sentí mejor. Me abrazó, me besó, me dijo que me amaba. Debía irse a dejar el carro, pero volvería.

Pasaron muchas horas mientras salían los exámenes y me llevaban a la ecografía. Yo quería dejar de sentir ese dolor y estar en un lugar más caliente a su lado.  Pero no era posible.  Cuando salieron los exámenes no se confirmó el diagnóstico, así que decidieron igual abrirme la panza y mirar qué.

No la pude ver antes de entrar a cirugía, pasó mi hermano, pasó mi papá y pasó mi mamá.  Pero no ella. Fue muy raro eso, el celular estaba que se moría, y tenía que empelotarme en una sala de urgencias mucho tiempo antes de entrar a sala.  Esperamos un par de horas hasta que por fin habilitaron un quirófano. No pude verla antes de entrar, insisto.

Me quitaron las gafas, y ni siquiera pude ver bien al médico ni a la anestesióloga.  Me contaron que me iban a abrir, me preguntaron cosas sobre otras cirugías, y todo estaba listo.  Entré a la sala de cirugía fría me pusieron un inductor de la anestesia por la vía intravenosa y no recuerdo nada.  Desperté y no veía bien, todo nublado.  Así fue un par de veces.  Luego ya pude hablar, y solo sentí un gran dolor. La enfermera vino y me puso morfina. Volví a dormir.  Luego de 4 horas en sala de recuperación salí.  Antes, la enfermera me preguntó si tenía dos hermanas o primas, porque al lado de mi mamá en la sala de espera estaban dos muchachas.

Yo sabía que ella estaba afuera, estuve a punto de decirle a la enfermera “No, una de ellas es mi novia, ¿no le parece una mujer hermosa?”, pero ella no tenía por qué saberlo.  Salí por fin y entre mi mamá, ella y una amiga me llevaron a la habitación. Ya era tarde, casi la media noche, así que les dije que se fueran. No le permití que se quedara a cuidarme, ella debía descansar.

Al otro día me desperté inflamada y adolorida. El médico vio la herida, me dio las instrucciones del postoperatorio y cuando debía ir a que me quitaran los puntos. Llegó mi mamá y al rato llegó ella. Salimos en el carro para el apartamento, fuimos a almorzar, todo era tan bello –exceptuando el dolor.  No quise quedarme donde mi mamá. Le dije que me quedaría en el apto y que ellos podían ir a verme.

Esa noche, ella tenía alguna cosa que hacer, y yo estaba en casa. Me dijo que su mamá me recogería en el carro para ir a su casa y que pudieran cuidarme. ¡La familia de mi novia me cuidaba! ¿Cuántas personas homosexuales pueden decir que la familia de su pareja los cuida? Yo era una de esas afortunadas.  Llegaron, me recogieron, me hicieron comida, y la esperé en su cama, me cuidó y me dijo que me amaba, que el dolor se iría. Tenía razón, casi siempre tenía razón.

Esa semana fui feliz. Tenía tiempo para ella, para mis gatos, para todo. Me tocaba caminar lento, tener cuidado al levantarme y al sentarme, al reirme, al toser, al estornudar. ¡Pero tenía tiempo! Tenía tiempo para estar con ella. Nos veíamos todas las tardes, pasaba por el apartamento entre clases, desayunábamos. 

Pasó el tiempo y me recuperé.  Me acompañó a quitarme los puntos, y todo iba bien. Cuando veía la cicatriz le daba besos, le decía que era la más linda del mundo, que la amaba.

Ya no estás aquí. No soporto este apartamento, ni la vida, nada.  Te sigo amando, más que en ese entonces, sin embargo, lo único que queda ahora es una cicatriz.

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