Eran las siete de la mañana del viernes 11 de mayo. No quería ir a
trabajar, ella despertaba a mi lado corriendo para ir a clase de 7. Yo no la quería dejar ir. Recuerdo todo. Salió de la ducha, no se bañó
el pelo, y desnuda fue hasta la cama. Yo la miraba con los ojos entrecerrados,
la abracé, y la devolví a la cama. Fue ahí cuando sentí un pequeño dolor bajo. Le dije que me dolía, que no se fuera –aunque
era solo un pretexto para que no se fuera-, pero tenía clase. Se vistió rápido, ya en la cama habíamos molestado
por más de 15 minutos. Me dijo que la
llamara, que le contara cómo seguía el dolor. Salió del apartamento, y se me
doblaba el corazón.
No me gusta el humor escatológico, pero ese día tenía cólico y
todo parecía indicar que llegaría. Me
fui a bañar, pensándola, sabiéndola en clase, me reconocía en el baño gracias a
ella, sus manos en mi piel. Salí del
baño y me tomé un ibuprofeno 800mg, pensaba que al final de todo era el cólico.
Fui a trabajar.
Pasaba el día en el trabajo, a las 10 ya me había tomado otro
ibuprofeno y una buscapina compuesta. La
mantenía en contacto sobre mi dolor, y ella seguía en clase. Decidí ir al médico, el dolor me ganaba y me
doblaba. Me llamó apenas salió de la clase y quedamos de vernos en su casa,
ella me llevaría a urgencias.
Por varios minutos hablamos sobre a qué clínica debía ir, mi mamá
insistía en la Clínica Santa Fé, ella insistía en la Marly. El dolor y el amor
ganaron y nos fuimos a la Marly. Ella conducía con velocidad pero con calma,
cada hueco por el que pasábamos era un martirio para mi. Para acortar camino tomó, sin acordarse, por
el camino más lleno de huecos, yo me quejaba, ella se disculpaba, yo me reia.
Llegamos finalmente, estuvo conmigo ahí. Llegó mi mamá, y las dos me acompañaban, una
a cada lado. Ahora que recuerdo esa escena, sonrío, las mujeres de mi vida
estaban conmigo incondicionalmente, pero lo mejor era que se querían entre
ellas y se apoyaban. Después de más de
una hora de espera el dolor era casi insoportable, lloré un ratito, y mi mamá
fue a presionar el tema. Por fin entré,
y apenas el médico palpó mi abdomen y me hizo no se qué tipo de presión,
lloré. Ha sido el dolor más grande que
he sentido.
Me llevaron a una camilla de urgencias, el doctor llamó a una
doctora más experimentada que me dio un diagnóstico preliminar: apendicitis.
¡Apendicitis! Nunca pensé que me daría, siempre me imaginé cómo sería el dolor.
Estaba en esa camilla horrible y me preguntaba si la dejarían
entrar. Entró mi mamá, le dije que
quería verla, que le dijera que entrara.
Qué raro que se siente uno en un sitio tan heterosexual como una
clínica, diciéndole a la mamá que por favor le diga a la novia que entre. Y
ella entró. Y yo me sentí mejor. Me abrazó, me besó, me dijo que me amaba.
Debía irse a dejar el carro, pero volvería.
Pasaron muchas horas mientras salían los exámenes y me llevaban a
la ecografía. Yo quería dejar de sentir ese dolor y estar en un lugar más
caliente a su lado. Pero no era
posible. Cuando salieron los exámenes no
se confirmó el diagnóstico, así que decidieron igual abrirme la panza y mirar
qué.
No la pude ver antes de entrar a cirugía, pasó mi hermano, pasó mi
papá y pasó mi mamá. Pero no ella. Fue
muy raro eso, el celular estaba que se moría, y tenía que empelotarme en una
sala de urgencias mucho tiempo antes de entrar a sala. Esperamos un par de horas hasta que por fin
habilitaron un quirófano. No pude verla antes de entrar, insisto.
Me quitaron las gafas, y ni siquiera pude ver bien al médico ni a
la anestesióloga. Me contaron que me
iban a abrir, me preguntaron cosas sobre otras cirugías, y todo estaba
listo. Entré a la sala de cirugía fría me
pusieron un inductor de la anestesia por la vía intravenosa y no recuerdo
nada. Desperté y no veía bien, todo
nublado. Así fue un par de veces. Luego ya pude hablar, y solo sentí un gran
dolor. La enfermera vino y me puso morfina. Volví a dormir. Luego de 4 horas en sala de recuperación
salí. Antes, la enfermera me preguntó si
tenía dos hermanas o primas, porque al lado de mi mamá en la sala de espera
estaban dos muchachas.
Yo sabía que ella estaba afuera, estuve a punto de decirle a la
enfermera “No, una de ellas es mi novia, ¿no le parece una mujer hermosa?”,
pero ella no tenía por qué saberlo. Salí
por fin y entre mi mamá, ella y una amiga me llevaron a la habitación. Ya era
tarde, casi la media noche, así que les dije que se fueran. No le permití que
se quedara a cuidarme, ella debía descansar.
Al otro día me desperté inflamada y adolorida. El médico vio la
herida, me dio las instrucciones del postoperatorio y cuando debía ir a que me
quitaran los puntos. Llegó mi mamá y al rato llegó ella. Salimos en el carro
para el apartamento, fuimos a almorzar, todo era tan bello –exceptuando el
dolor. No quise quedarme donde mi mamá.
Le dije que me quedaría en el apto y que ellos podían ir a verme.
Esa noche, ella tenía alguna cosa que hacer, y yo estaba en casa.
Me dijo que su mamá me recogería en el carro para ir a su casa y que pudieran
cuidarme. ¡La familia de mi novia me cuidaba! ¿Cuántas personas homosexuales
pueden decir que la familia de su pareja los cuida? Yo era una de esas
afortunadas. Llegaron, me recogieron, me
hicieron comida, y la esperé en su cama, me cuidó y me dijo que me amaba, que
el dolor se iría. Tenía razón, casi siempre tenía razón.
Esa semana fui feliz. Tenía tiempo para ella, para mis gatos, para
todo. Me tocaba caminar lento, tener cuidado al levantarme y al sentarme, al
reirme, al toser, al estornudar. ¡Pero tenía tiempo! Tenía tiempo para estar
con ella. Nos veíamos todas las tardes, pasaba por el apartamento entre clases,
desayunábamos.
Pasó el tiempo y me recuperé.
Me acompañó a quitarme los puntos, y todo iba bien. Cuando veía la
cicatriz le daba besos, le decía que era la más linda del mundo, que la amaba.
Ya no estás aquí. No soporto este apartamento, ni la vida,
nada. Te sigo amando, más que en ese
entonces, sin embargo, lo único que queda ahora es una cicatriz.
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