miércoles, 27 de julio de 2011

De gatos y tradiciones

Ella tenía una tradición, una linda -y luego me di cuenta, horrible- tradición: regalaba gatos de peluche a sus parejas. Nunca me lo contó. Casi como en una reproducción de Las mil y una noches, o de Relatos de un amor furtivo, luego de tirar, luego de comer, luego de ver una película, caminando por ahí, me contaba las historias con sus chicas. Y yo sonreía. Me sentía entrando a otro mundo, entrando a un mundo de ella que desconocía. Los nombres se me confundían, y entonces, era necesario hablar de las respectivas también con apellido. Varias noches casi sucumbo al sueño. Pero no, ninguna de esas veces me contó su tradición.

Un viernes en la noche me entregó mi gato: Rojo, de ojos negros, cara afable y hermoso; orejas pequeñas, tejido a mano, relleno de algodón, abrazable. Le pusimos un nombre, era nuestro. Estábamos enamoradas, el mundo nos pertenecía, y aunque a mi me pareció que un muñeco "nuestro" era algo apresurado, me alegró la noticia. Me alegró pensar que ella pensaba en un futuro, que tejía lazos, que se entregaba y hacía lo que su corazón le dictaba. Lo que no sabía, ni pensaba, ni imaginaba, era que era una tradición, una infame tradición.

Lo amé, lo amé de inmediato. Amé esa pequeña y roja representación de nuestro amor temprano, lo amo todavía, al muñeco, claro, a ella ya no. Para hacer más corta una historia corta, llegamos al clímax de la relación muy rápido, y de la misma forma -rápidamente-, se fue a la mierda. La odié, la amé, la detesté, quise desaparecerla, quise desaparecerme. Me desaparecí, y volví renovada. Y fue después de volver que supe de su tradición.

A diferencia de muchas personas, que tienen como tradición hacer o decir algo cuando terminan una relación, de alguna forma para hacerse imborrables de la memoria de las personas que los aman, su tradición consistía en entregar el gato al comienzo. Cuando más enamorada de sentía de la respectiva objeta de sus afectos, ahí encontraba el gato y lo entregaba, entre las dos le ponían un nombre y se convertía rápidamente en un objeto que pasaba de una casa a otra, y que contenía el cariño, las sonrisas, los afectos, las palabras bonitas, los buenos polvos, todo, lo contenía todo. Cuando la relación terminaba contenía también el desamor, el odio y el afecto intermezclados, de nuevo, los buenos polvos, las conversaciones hasta la madrugada, los mañaneros, las duras despedidas, y entonces, a pesar de que una quería odiar al muñequito, era un recordatorio diario de una vida que ya no parecía propia.

¿Me pregunto cuántos gatos hay regados por el mundo? ¿De qué tipo? ¿Será el mio único en su clase? ¿Habrán gatos azules, verdes, rosados, violetas por ahí? Supe que estabas con ella por un gato. Y ahí, la tradición se me hizo irremediablemente cierta. No sabía por supuesto que era ella, esa, aquella, podía ser cualquier otra. La idea de una tradición se me hizo además muy tú.  Y recordé todas las noches que pasamos hablando de tu vida, me pregunté, casi con un ego herido ¿cuándo gatos habrá en el mundo de tus relaciones pasadas? ¿cuántos gatos como el mío -el nuestro- habrán en esta ciudad, o incluso, en otros países? ¿Regalar gatos -o en su defecto algo significativo y repetitivo- no es una simple forma de hacerte eterna en la otra? ¿No es una cuestión de ego?. Tú sabes más de egos que yo, el mio yace roto al lado de nuestro gato, que creí único, pero que ahora entiendo, solo es uno más de los que andan por ahí en los estantes de las habitaciones de tus ex, o de tus próximas relaciones, como ese negro, sin ojos, y pequeño que encontraste mientras caminabas conmigo.

martes, 5 de julio de 2011

Un resbalón

10 segundos duró la caída, o eso creo recordar. Desperté en el piso del baño aporreado y adolorido, sin recordar con claridad qué hacía allí, cuál era mi nombre o en donde me encontraba. Estaba empeloto, como cuando uno está empeloto, como cuando uno llega al mundo -acabo de recordar que eso lo decía mi madre-, con frío, envuelto entre las cortinas de la ducha y con mucha agua debajo y a mi alrededor. La puerta del baño estaba cerrada, y en principio no me moví, paré oreja a ver si depronto escuchaba alguna voz.  Y bueno, no se cuánto tiempo pasó, pero nada escuché. 

Decidí levantarme, me miré al espejo, pensé: "Increíble, ese soy yo, el que no sabe quién es, tiene barba de más de tres días, el pelo largo y desarreglado. Muy bien, tengo pelo en pecho, remolino en el ombligo, y ya veremos si hago espuma al miar -sigo acordándome de dichos populares, ese no se quién me lo dijo-. Sí, efectivamente, espuma al miar". 

Salí del baño, y entré a la primera habitación que tenía la puerta abierta. Asumí que si estaba bañándome  al momento de lo que asumí como una caída, había dejado la puerta abierta. La cama desarreglada, los zapatos tirados por ahí, la ropa de varios días arrumada en la silla del escritorio. Pensé que esa habitación llevaba días sin ser aseada, las superficies tenían una gran capa de polvo depositado -se podía retirar con los dedos-, ¿duré varios días tirado en el baño?. Busqué en el primer maletín una billetera, en los pantalones, incluso en la mesa de noche y debajo de la cama. Nada, no había nada, mi identidad era un misterio. Me pregunté entonces si la identidad de uno residía en el nombre, o mejor en la barba, el pelo, las gafas, la espuma al miar. ¿No es la espuma al miar tan propia de cada individuo como lo son las huellas digitales?. Bueno, a esta altura me puedo llamar Arturo, José, Armando, Pedro... soy muy afortunado si no me gustaba mi nombre, pero, y si ¿sí me gustaba?. 

El estado de las cosas es: No tengo nombre, edad, profesión, familia, número de teléfono, número de celular, ni siquiera número de novias -¿seré virgen?, ¿seré gay?-, ningún número tengo. Se que tengo pelo en pecho, el pelo largo y barba de tres días, mido como 1,75, soy talla M en camisetas, 34 en pantalones y 40 en tenis -bueno, a pesar de todo si tengo algunos números-, y a esta altura del día ya puedo identificar aquí y en Cafarnaún la espuma de mis miados -sigo recordando dichos-. Me llamaré Juan, por ahora, un nombre corto y recordable, todo el mundo conoce a algún Juan.

Deposito mi cuerpo en la cama, reconozco huecos, espacios, olores. Detecto un olor de mujer, o por lo menos no corresponde al olor de la colonia que hay en el armario del dueño/dueña de esta habitación, que puedo ser yo, Juan. Juan, me imagino saludando: "Mucho gusto, mi nombre es Juan, es un placer". Suena como vacío, seguro no me llamo Juan, pero en este estado de las cosas, qué más da. Volvamos al olor de mujer atrapado en las sábanas y cobijas revueltas de la cama. Pegué la nariz a la almohada y respiré profundo muchas veces, me llevé el olor de la mujer en mis narices, y ni siquiera así recordé algo. Me quedé dormido respirando el olor de esa mujer.

Desperté de nuevo. Parecía estar de madrugada porque estaba oscuro y hacía mucho frío. Decidí salir de la habitación, mis dedos de los pies y las canillas hicieron el reconocimiento del espacio restante del apartamento, por supuesto, con sus respectivos madrazos por golpe. Encontré la luz de la sala, vi la cocina y al encontrar la nevera descubrí el hambre que tenía; me preparé algo rápido -tampoco había mucho de dónde escoger-y seguí examinando. Volví a dormir.

Debo tener un trabajo, pensé al despertarme de nuevo, pero no lo recuerdo, como tampoco mi profesión.  Si me hago preguntas de conocimiento general depronto encuentro qué profesión tengo, aparte de recordar dichos populares, ¿se puede considerar una profesión recordar dichos populares?. Tuve un sueño, sentía que iba recordando la caída en el baño. Y hay que decir, no fue una simple caída, o tal vez sí, una simple y estúpida caída que me costó la vida. Perdón, que casi me costó la vida. 

Y bueno, mi dinámica continuó por días, no pude salir del apartamento porque, a decir verdad, y por mucho que me avergüence, no encontraba las llaves, por más que revolví ese apartamento. Nadie llegó en días, ni el teléfono sonó. ¿Tendré familia?, ¿ni en la oficina se han dado por enterados que no se quién soy?. Y bueno, ahora entiendo por qué no fue un accidente, porque no lo fue.

Luego de una semana, al cabo de la cual ya no tenía víveres me decidí a hacer una llamada al primer número que se me viniera a la mente. Eso hice, me contestó un tal "Diego", que me echó la madre por loco. Su reacción era obvia ahora que lo pienso, si alguien me llamara y me dijera: "Si buenas, mire, tuve un accidente, no recuerdo nada de mi, por lo que me autonombré Juan. Estoy encerrado en un apartamento pero no se la dirección y ya no tengo nada qué comer. Eso si, reconozco mi espuma al miar. ¿Podría por favor ayudarme?", probablemente le respondería "¡¡Váyase a la mierda güevón!!". Bueno, con ese panorama volví a la cama. Como dicen, no hay nada como la dieta del gamín, dormir para evitar el hambre. 

Un par de días más han pasado desde la llamada, y entre sueños he podido recuperar la serie de eventos que componen la caída: salí huyendo  de la ducha cuando una mujer se venía sonriente sobre mi en lo que parecía un juego; pisé un charco, me resbalé hacia atrás, me golpeé la cabeza, las nalgas y las piernas. Perdí el conocimiento. No lo he recuperado desde entonces.